La práctica del arte _ en cualquiera de sus ámbitos _ como medio para acompañar o sobrellevar el sufrimiento o, simplemente, para dar salida a las emociones, es tan antigua como la propia existencia de los seres humanos. Desde las intenciones mágicas o religiosas del arte más primitivo hasta el surrealismo o al mismo Evru, la creación ha sido un instrumento perfecto a la hora de ayudar a las personas a situarse en el mundo y a situar, en éste, a su propio mundo interior.
Esta es una actividad tan inherente a la conducta humana como lo es el ser gregarios o capaces de fabricar herramientas. No es extraño, pues, que acostumbre a fluir sin demasiados obstáculos. Incluso las primeras barreras que muchas personas interponen _ “Yo no sé dibujar”, “Yo escribo fatal” _ se desvanecen en un contexto en el que el criterio estético no tiene ninguna relevancia y en el que lo único que cuenta es el proceso: el “hacer camino”.
La forma más conocida _ y más contemporánea _ en la que este tipo de trabajo se manifiesta es la práctica de la arteterapia. Éste no es el único método para trabajar, pero sí que es cierto que toda la investigación y la experiencia que nos aporta da un soporte nada despreciable. En este sentido, la arteterapia es un tratamiento poco conocido en nuestro país, pero que disfruta de un amplio reconocimiento en países como el Reino Unido _ el pionero, que trabaja desde la Segunda Guerra Mundial, con veteranos, y donde está incluido en el servicio de salud pública _, Irlanda, Alemania, Francia o Canadá.
El soporte artístico brinda la oportunidad de trabajar situaciones conflictivas desde una perspectiva nueva, que minimiza riesgos y grado de exposición personal, y en la que no es imprescindible utilizar la palabra. Hay un gran paralelismo entre la expresión gráfica de una persona y sus vivencias internas, y la persona facilitadora puede ayudar a explorar esta dimensión de significado y ofrecer medios para elaborarlas sin enfrentarse a ellas de manera directa para, finalmente, poder entenderlas e integrarlas.